jueves, 2 de mayo de 2013

Venezuela y las revoluciones de colores


Venezuela y las revoluciones de colores

Por Luis Gutiérrez Esparza
En el Palacio de las Naciones de esta milenaria ciudad suiza junto al lago Leman, se habla, se negocia, se buscan consensos para eliminar definitivamente la amenaza del holocausto nuclear que pende sobre la humanidad. Sin embargo, hay temas inevitables que también exigen atención y son comentados en los pasillos y en los lugares de reunión. Las elecciones en Venezuela, la crisis de Corea y el atentado en Boston suscitan comentarios y análisis.
Conforme al muy conocido libreto de las llamadas revoluciones de colores, tras el reciente proceso electoral presidencial venezolano, que culminó con el triunfo de Nicolás Maduro, se puso en marcha una campaña deslegitimadora que gira en torno a los alegatos del candidato derrotado, Henrique Capriles Radonski, de que hubo un cúmulo de irregularidades y, en consecuencia, un resultado fraudulento.
El criterio de los observadores internacionales coincidió en señalar la normalidad de un sistema que fue calificado en 2012 por el ex presidente estadunidense Jimmy Carter como “el mejor del mundo”. Es interesante observar que las descalificaciones coincidentes con Capriles fueron dadas a conocer por personajes de notoria coincidencia político-ideológica, como el español Agustín Díaz de Mera, del gobernante Partido Popular, claramente identificado como derechista y neofranquista.
El concepto de revoluciones de colores fue acuñado para definir las revueltas ocurridas en el espacio postsoviético durante el periodo 2003-2005; posteriormente se incorporó al análisis político en calidad de definición de un fenómeno cada vez más generalizado, que forma parte de la estrategia de intervencionismo hegemónico estadunidense en todo el mundo.
Los grandes consorcios mediáticos internacionales han contribuido a la difusión de una imagen muy idealizada de este fenómeno, al etiquetar a los presuntos revolucionarios como jóvenes reformistas y democráticos, que se rebelaban contra los regímenes autoritarios herederos de la Unión Soviética y que buscaban alejarse de la influencia de Moscú y abrirse al occidente.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Dichos movimientos iniciaron sus acciones en zonas del espacio postsoviético en las que Estados Unidos tiene intereses prioritarios, con participación de actores transnacionales, variable que explica suculminación exitosa en unos casos y su fracaso en otros.
Esos actores ligados a Washington —agencias gubernamentales de cooperación internacional como la USAID, que encubre operaciones de la CIA; fundaciones como la National Endowment for Democracy (NED); e incluso algunas supuestas organizaciones de la sociedad civil—, apoyan a los grupos de oposición más conservadores —aunque no aparezcan inicialmente como tales— en los países con interés geoestratégico para la doctrina militarista y expansionista del complejo militar-industrial estadunidense; y buscan ventanas de vulnerabilidad, que en el caso venezolano, sería la polarización surgida a raíz de la muerte del presidente Hugo Chávez.
La apuesta estadunidense al apoyar a Capriles, buscaba capitalizar un presunto descontento popular generalizado, que movilizaría a grupos de acción pública, incluso violentos, para forzar la anulación del proceso electoral, de manera legal o por la fuerza. Sin embargo, la comunidad internacional sabe perfectamente —y así lo han comentado delegaciones de virtualmente todos los continentes en el Palacio de las Naciones en Ginebra—, que una revolución de colores en Venezuela desestabilizaría peligrosamente no sólo al país, sino a toda la región.
La opinión pública internacional ha sido engañada por montajes político-propagandísticos, generosamente financiados desde Washington, a causa de la confusión entre los términos multitud y pueblo: las “masas” que se ven en los noticieros, por ejemplo, aparentan ser una legítima expresión popular, cuando en realidad puede tratarse de contingentes comprados. Así ocurrió con el espectáculo en la Plaza Tahrir de El Cairo, donde algunas decenas de miles de personas suplantaron a la totalidad del pueblo egipcio.

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