Andaban estos días en Bogotá celebrando al Gabo. Coincidía con el día de
la Dignidad de las víctimas, el 9 de abril, cuando asesinó la
oligarquía a Gaitán, que era un pueblo, y empezó una balacera que aún no
se ha parado.
En la Candelaria, enfrente del Museo de Botero, decoraba la pared una
colección de fotos que caminaba por su vida. No faltaba Fidel Castro
mirando las montañas y tampoco el ojo morado que le puso Vargas Llosa a
su entonces amigo cuando ya era un excelente escritor pero todavía no
era un patético autoritario. Tampoco el exilio en México- porque los
poderosos que hoy dicen que lloran al Gabo querían matarlo, como le pasó
a Mandela, porque sentía con su pueblo-. A España dijo que no iba a
venir más porque tratábamos como a animales a lo suyos y les pedíamos
visa pese a que ellos siempre nos recibieron con los brazos abiertos. La
Real Academia de la Lengua, esa en la que se orinaba Valle Inclán, no
dijo nada y calló con ese silencio cobarde tan de los poderosos. Hoy se
rasgará las vestiduras con maneras de histrión
Una foto desmentía a todos los que desde fuera de Colombia quieren
inventarle méritos a García Márquez que él nunca quiso para sí: Álvaro
Mutis regalándole el Pedro Páramo y diciéndole “Ahí tiene, para que
aprenda”. Ese es el origen del realismo mágico. Todo el mundo en Macondo
lo sabe. Porque no hay realismo mágico que no cruce el continente. Las
cosas que son de todos no tienen por qué ser de alguien. Porque a
América Latina le mataron sus indios, les llevaron los negros del África
para trabajar en las plantaciones, les obligaron a tener como abuelos y
bisabuelos a los blancos sin vergüenza, y de tanto ir y venir para
encontrar su ser se quedaron en mitad de todos los caminos. En América
Latina, el realismo mágico es parte de la vida cotidiana. “En América
Latina, Kafka es un escritor costumbrista”. Los “puro pueblo” no sabe
que son seres mágicos, pero lo son. De lo contrario ¿cómo han podido
soportar tanto dolor?
El pueblo no llora a García Márquez en los salones oficiales. Ese pueblo
celebra a García Márquez entre los buhoneros y bebiendo tinto, que es
como llaman al café negro en esas tierras. Sus libros, pirateados, están
en todos los puestos improvisados en las aceras, y ese pueblo de poetas
y levitadores pone al lado de las baldosas cada uno de esos años de la
soledad del continenente, cada uno de los generales y los coroneles que
lloraban por recibir cartas y por no recibirlas, el Bolívar soñador que
le tocó a García Márquez en el reparto que se hicieron para novelar a
los libertadores, la cándida Eréndida, que dijeron que era puta pero la
que era una hija de las mil putas era su abuela que hacía de la
necesidad de amor de la nieta un negocio como el que las multinacionales
hacen con la hambre del mundo. Allí, entre ediciones de Salvat de las
novelas clásicas y una tradución sin autor del Hamlet, El otoño del
patriarca, con las esquinas de la tapa dobladas, como si hubiera viajado
en la mochila de algún campesino rebelde muerto en una emboscada y
pasado a ser el botín del soldado de dieciocho años que después de
matarlo compartió la novela para saberse sin saberlo parte del cadáver.
La muerte anunciada no es tan relevante en Colombia, pues cada día la
muerte camina esas calles. Y si hay plata puede hasta montarse en el
Transmilenio para llegar antes a Ciudad Bolívar que es donde viven los
pobres. En Colombia saben que García Márquez escribió la Crónica de una
muerte anunciada para que los periodistas perezosos repitieran hasta la
saciedad el título y ni así fueran capaces de gastar la novela. Vida y
muerte todo el rato ¿Cómo es que que te mueres, Gabo, si es imposible
caminar el mercado de las Pulgas de Bogotá sin ver el reflejo de tus
libros en cada uno de los descascarillados espejos?
Le dieron el Nobel de literatura, pero fue al revés. Se negó a vestir de
pinguino payaso y recibió el premio con su liquilique de lino -como el
que llevaba Chávez, su amigo, cuando empezó a reinventarse Venezuela-,
dándole al Rey de Suecia la dignidad que nunca tuvo porque aún no le
había dado el Nobel de la paz a Obama pero se lo había dado ya a
Kissinger (otro que siempre quiso muerto a García Márquez). Nunca
renunció García Márquez a su amistad con Fidel. Ni en los tiempos
irreconciliables del fusilamiento de unos desgraciados que creyeron que
se montaban en una balsa para marchar a Estados Unidos sin saber que les
montaron en una balsa para hacer una guerra en la isla desobediente.
García Márquez fue firme: los problemas de América Latina son problemas
de los latinoamericanos. Saquen sus sucias manos de nuestra tierra.
Las librerías oficiales van a vender muchos libros de García Márquez
estos días. Pero Colombia sigue su rumbo entre los puestos de los
buhoneros. Otro de los que siempre quiso asesinar al Gabo, el Procurador
de Colombia Alejandro Ordóñez, ha inhabilitado en una opereta de
Macondo al alcalde Gustavo Petro, sin saber que lleva en el bolsillo una
espada de Bolívar que le regaló García Márquez para sacar al país de su
soledad repetida.Colombia es una novela inacabable regada con
aguardiente antioqueño.
fatiga
Tomando un tinto en la esquina de la calle de la Fatiga con la séptima,
junto a la Plaza de Bolívar, me pidió García Márquez unas monedas
vestido de la negrura del pueblo pobre: “perdone el afán, pero es que
hoy no almorcé y me rugen las tripas con clamor de trueno”. Unas notas
sobresalían de su camisa rota. Alcancé a mirar de soslayo lo que emergía
de su camisa rota: “Aureliano Buendía, cansado de esperar en el cielo
de los justos, decidiose a caer de nuevo por Macondo. Nada más llegar
preguntó por el ayudante del regidor y poniendo sobre la ordenada mesa
su espadón le dijo: mire mi hijito…”.
-Claro hermano, tomemos ese tinto. ¿Puedo leer mientras esas notas?
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