Desde
aquella remota frase de la escuela primaria, Caracas ha sido siempre
para mí algo parecido a una obsesión. En el pueblo donde nací, que
también tenía algo de infernal y no sólo por su calor de infierno, uno
se encontraba a Caracas en el agua y la sal. Era un refugio de
expatriados y apátridas del mundo entero, pero existía una categoría
aparte, mucho más nuestra que las otras, que eran los fugitivos del
infierno de Juan Vicente Gómez. Ellos me dejaron a Caracas sembrada para
siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus cárceles, y a
veces por la idealización de la nostalgia.
Era difícil ser feliz pensando en Caracas, pero era imposible no pensar en ella.
Era difícil ser feliz pensando en Caracas, pero era imposible no pensar en ella.
Nadie
me enseñó tanto sobre esa ciudad irreal, como la mujer que pobló de
fantasmas los años más dichosos de mi niñez. Se llamaba Juana de
Freites, y era inteligente y hermosa, y el ser humano más humano y con
más sentido de la fabulación que conocí jamás. Todas las tardes, cuando
bajaba el calor, se sentaba en la puerta de su casa en un mecedor de
bejuco, con su cabeza nevada y su bata de nazarena, y nos contaba sin
cansancio los grandes cuentos de la literatura infantil. Los mismos de
siempre, desde Blanca Nieves hasta Gulliver, pero con una variación
original: todos ocurrían en Caracas.
Fue
así como crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de Bravante y
su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que
Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala
de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador
a la sombra de Los Caobos, y que Caperucita Roja había sido devorada
por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde entonces
para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de
gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que
cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de
prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos. Por
desgracia, nada es más atroz ni suscita tantas desdichas juntas como la
maravilla de los cuentos de hadas, de modo que mi recuerdo anticipado de
Caracas siguió siendo el de siempre: la infeliz Caracas.
Todo
esto lo pensaba el 28 de diciembre de 1957- día de los Santos Inocentes
además-mientras volaba desde París hacia Caracas en los aviones de
cuerda de aquella época, que tanto tiempo daban para pensar.
A
pesar del calor, del fragor del tránsito en las autopistas de vértigo,
de las distancias cortas más largas del mundo, yo iba reconociendo a
cada vuelta de rueda los sitios familiares de mi infancia desde que
atravesé la ciudad por primera vez.
Identificaba
en las laderas escarpadas las cabañas de colores de los enanos, los
dragones de candela, la torre del rey, y una edificación luciferina que
sólo por su nombre sobrepasaba de muy lejos a todos los horrores del
mundo infantil: el Helicoide de la Roca Tarpeya. Recuerdo que al verla
por vez primera, asomada a su precipicio mortal, volvía a recordar: ”La
infeliz Caracas”

Mi
primer domingo en la ciudad desperté con la rara sensación de que algo
extraño nos iba a suceder, y la atribuí al estado de ánimo que me había
inspirado con sus fábulas doña Juana de Freites. Pocas horas más tarde,
cuando nos preparabamos para un domingo feliz en la playa, Soledad
Mendoza subió de dos zancadas las escaleras de la casa con sus botas de
Siete Leguas.
- ¡ Se alzó la aviación!-gritó
En
efecto, quince minutos después, la ciudad se abrió por completo en su
estado natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a
las azoteas, saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra, y
aplaudieron de gozo cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de
Miraflores, que para mí seguía siendo el Castillo del Rey que rabió.
Tres meses después, Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo
inolvidable en mi vida, el país más libre mundo. Y yo fui un hombre
feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir
tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me casé para
siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve dirección fija, me
quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí
mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi
concepción de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo,
manejé el primer automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y
adquirí una claridad política que habría de llevarme doce años tarde a
ingresar en un partido de Venezuela.
Tal
vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme
quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente,
a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y
bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la
vida.
Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía, en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.
Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía, en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.