jueves, 15 de septiembre de 2011

Salvador Allende por Eduardo Galeano


Para que  se  abran  las  anchas  alamedas

Salvador Allende  por  Eduardo Galeano

Domingo 11 de septiembre de 2011 

(a  38 años del golpe a Allende / In memoriam)


1.  
No le reconocí la voz ni el nombre. Me dijo que me había visto en 1971, en el café  Sportman  de  Montevideo, cuando ella estaba por viajar a Chile. Yo le había dado unas líneas de presentación para Salvador Allende.
“¿ Te acordás ?”

-         Ahora quiero verte.  Tengo que verte sin falta  -dijo-    dijo que me traía un mensaje de él.

Colgué el teléfono.  Me quedé mirando la puerta cerrada.  Hacía seis meses que Allende había caído acribillado a balazos.
No pude seguir trabajando.

2.
En el invierno de 1963,  Allende me había llevado al sur.  Con él vi nieve por primera vez.  Charlamos   bebimos mucho,  en las noches larguísimas de Punta Arenas,  mientras caía la nieve al otro lado de las ventanas.  Él, que me acompañó a comprarme calzoncillos largos de frisa. Allá los llaman “matapasiones”.

Al año siguiente,  Allende fue candidato a la presidencia de Chile.  Atravesando la cordillera de la costa,  vimos juntos un gran cartel que proclamaba:  “Con Frei,  los  niños pobres tendrán zapatos”. Alguien había garabateado, abajo:   “Con  Allende  no  habrá  niños  pobres”.   Le gustó eso,  pero él sabía que era poderosa la maquinaria del miedo.  Me contó que una mucama había enterrado su único vestido,  en el fondo de la casa del patrón,  por si ganaba la izquierda   venían a quitárselo.

En  esas  elecciones  de  1964,  el  frente  popular  fue derrotado.

Pasó el tiempo;  nos seguimos viendo.

En Montevideo,  lo acompañé a las reuniones políticas   a los actos;   fuimos juntos al fútbol; compartimos la comida   los tragos,  las milongas.  Lo emocionaba la alegría de la multitud en las tribunas,  el modo popular de celebrar los goles   las buenas jugadas,  el estrépito de los tamboriles y los cohetes,  las lluvias de papelitos de colores.  Adoraba el panqueque de manzanas en el Morini  viejo,   el vino  Cabernet  de  Santa Rosa  le hacía chasquear la lengua,  por pura cortesía,  porque bien sabíamos los dos que los vinos chilenos  son mucho mejores.  Bailaba con ganas,  pero en un estilo de caballero antiguo,   se inclinaba para buscar las manos de las muchachas.

3.
Lo vi por última vez poco antes de que asumiera la presidencia de Chile.  Nos abrazamos en una calle de Valparaíso,  rodeados por las antorchas del pueblo que gritaba su nombre.  Esa noche me llevó   Concón   a la madrugada nos quedamos solos en el cuarto.  Sacó una cantimplora de whisky.  Yo había estado en Bolivia y en Cuba.  Allende desconfiaba de los militares nacionalistas bolivianos,  aunque sabía que iba a necesitarlos.  Me preguntó por nuestros amigos comunes de Montevideo  y  Buenos Aires.  Después me dijo que no estaba cansado.  Se le cerraban los ojos de sueño y seguía hablando y preguntando.  Entreabrió la ventana,  para oler  y escuchar el mar.  No faltaba mucho para el alba.  Esa mañana tendría una reunión secreta,  allí en el hotel,  con los jefes de la Marina.
Unos días después,  cenamos en su casa,  junto con José Tohá,  hidalgo pintado por el Greco,  y Jorge  Timossi.  Allende nos dijo que el proyecto de nacionalización del cobre iba a rebotar en el Congreso.  Pensaba en un gran plebiscito.  Tras la bandera de  “el cobre para los chilenos”,  la Unidad Popular iba a romper los moldes de la institucionalidad burguesa.  Habló  de  eso.  Después nos contó una parte de la conversación que había tenido con los altos oficiales de la Marina,  en Concón,  aquella mañana,  mientras yo dormía  en  el cuarto de al lado.

4.
 después  fue  presidente.  Yo pasé por Chile un par de veces.  Nunca me animé a distraerle el tiempo.

Vinieron tiempos de grandes  cambios   fervores,   la derecha desató la guerra sucia.  Las  cosas no sucedieron  como  Allende  pensaba.   Chile recuperó el cobre,  el hierro,  el salitre;   los monopolios fueron nacionalizados   la reforma agraria estaba partiendo la espina dorsal de la oligarquía.  Pero los dueños del poder, que habían perdido el gobierno,  conservaban las armas   la justicia,  los diarios   las radios.  Los funcionarios no  funcionaban,  los comerciantes acaparaban,  los industriales saboteaban   los especuladores  jugaban  con la  moneda.   La izquierda,  minoritaria en el Parlamento,  se  debatía en la impotencia,   los militares actuaban por su cuenta.  Faltaba de todo:  leche,  verduras,  repuestos,  cigarrillos;    sin embargo,  a pesar de las colas  y la bronca,  ochocientos mil trabajadores desfilaron por las calles de Santiago,  una semana antes de la caída, para que nadie creyera que el gobierno estaba solo.  Esa multitud tenía las manos vacías.

5.
Y ahora terminaba el verano del 74,  hacía seis meses que habían arrasado  el  Palacio  de  La Moneda,   esta mujer estaba sentada ante mí,  en mi escritorio  de  la  revista  Buenos Aires,  y me  hablaba  de  Chile   Allende.
-         Y él me preguntó por vos.  Y me dijo:  “¿ Y donde está Eduardo ?   Dile que se venga conmigo.  Dile que yo lo llamo…”.
- ¿Cuándo fue eso?

- Tres semanas antes del golpe de estado.  Te busqué en Montevideo   no te encontré;   estabas de  viaje.   Un día te llamé a tu casa   me dijeron que te habías venido a vivir a Buenos Aires. Después  pensé  que  ya  no  valía la  pena  decírtelo.

( Cualquier  parecido  con  las  actuaciones  de  la  derecha  venezolana,   es  -además de coincidencia- parte de un “modelo” establecido por las normativas   sugerencias gringas,  para  desestabilizar…           m.r.a.)

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