miércoles, 27 de junio de 2012

Colombia, La Constitución del 91


Nos  creyeron  pendejos

(Colombia) No es cierto que la reforma a la justicia se haya transformado en un monstruo en la conciliación, porque nació como un adefesio


                                                                      María Jimena Duzán
                                                                                                         Columnista de la revista semana


Como muchos colombianos, el jueves, bien entrada la noche, me senté a escuchar atentamente la alocución del presidente Santos. Traté de imaginarme cómo era que nos iba a explicar a los colombianos la forma en que su gobierno había decidido descuartizar la Constitución del 91 bajo el ropaje de una mendaz reforma a la Justicia, pero no pude concretar ningún escenario posible. Y la verdad, todas sus explicaciones no fueron contundentes, ni claras, ni mucho menos concisas. Por el contrario, sus palabras no pudieron ser más confusas, erráticas y mentirosas.

Lo que más me sorprendió, debo decirlo, fue la decisión con que salió a defender una reforma a la Justicia que no tiene ni un artículo bueno. No solo la presentó como la gran panacea para descongestionar la Justicia, cuando en realidad ese aspecto es irrelevante en la reforma, sino que la calificó como un acierto de su gobierno porque iba a modernizar la Justicia. Por momentos pensé que el presidente estaba hablando de otra reforma y que la que yo había seguido a lo largo de estos dos años de ardua discusión en el Congreso era otra muy distinta. La que yo seguí no nos lleva a la modernización, sino que nos devuelve a la impunidad. Y sorprende que solo hasta ahora el presidente Santos se haya dado cuenta de eso.

Tampoco es cierto, como afirma el presidente Santos, que esta reforma terminó seriamente alterada por cuenta de los ’micos’ que le metieron en la conciliación. Eso no es cierto. La reforma, desde su inicio, tuvo un espíritu revanchista y fue diseñada con la idea de blindar a los congresistas para que pudieran seguir haciendo de las suyas sin que tuvieran ningún régimen de inhabilidades, ni de incompatibilidades, ni de conflictos de intereses. Y ese espíritu se mantuvo en la conciliación. Probablemente lo acentuaron con otras gabelas, pero el germen ya estaba plantado.

Lo mismo se puede decir del ’mico’ que le pareció al presidente inaceptable: el artículo que fusionó unas nuevas salas que se crean con la facultad de investigar y juzgar a ministros, gobernadores, embajadores y generales. Eso lo que produjo fue la posibilidad de que todos esos procesos se anulen en beneficio de los actuales procesados e, incluso, de condenados. Lo que no dice el presidente es que ese espíritu venía desde el principio de la reforma porque ya se había aceptado el traslado de esos casos a esas nuevas salas donde, a falta de dos instancias, los aforados tienen cuatro. A pesar de que solo se podían trasladar los procesos a partir de la vigencia de la reforma, varios columnistas dijimos que eso abría la ventana para que por allí se pudiera meter a todos los procesados en la misma colcha por cuenta del principio de favorabilidad. Nadie nos hizo caso.

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Todo  aquí

No basta con rechazar esta reforma, sino que hay que rechazar también a esa clase política que la propone, que la aprueba, que la aprovecha y que se hace reelegir. Sería necesario cambiarlo todo aquí.
                                                                                                
                                                                             Antonio Caballero

Pasa como con todo aquí. La Reforma de la Justicia recién aprobada abrumadoramente por el Congreso no es reforma y no es de la Justicia. Es una reforma de la Constitución del 91, o de lo mejor de ella: un torpedo contra su línea de flotación. Señala en El Nuevo Siglo el exconstituyente y exmagistrado Hernando Yepes que "su disposición objetiva no tiene otro alcance que el de destruir unas instituciones exitosas, justamente porque lo son". Y eso es así por la condición de quienes la promueven y la apoyan: nuestra clase política. Es una iniciativa de hampones para defender su hamponería. Es una consagración de la impunidad para los congresistas, un premio al servilismo para los magistrados de las altas Cortes y, para los representantes del Ejecutivo, la compra de la reelección presidencial. Que esta vez se paga (la pagamos todos) con algo más que un par de notarías.

Porque en la aprobación de esta llamada reforma se amangualaron contra los intereses de la ciudadanía y en procura de los suyos propios los integrantes de los tres poderes del Estado. El Ejecutivo que impulsó el Acto Legislativo y luego lo bendijo por boca de su ministro de Justicia, aunque más tarde le formuló débiles críticas y finalmente, ya demasiado tarde, lo condenó, en palabras del presidente de la república: "Inaceptable para el país y para el gobierno": como si se hubiera gestado ’a sus espaldas’. El Legislativo que lo votó en causa propia. Y el Judicial que lo cobra en prebendas. Es un Acto que se ocupa únicamente de las ventajas y los privilegios de los directamente interesados. Y la gente, que aguante. Es un golpe de Estado como el que soñaba el Pablo Escobar de la actual telenovela cuando les explicaba a sus colegas del hampa criminal: "Entiendan: es el poder absoluto. Es poder hacer nuestras propias leyes para provecho de nosotros mismos". La llamada reforma es monstruosa en todos sus detalles. No la voy a desmenuzar aquí: tendría que citarla entera. Y esa tarea se ha hecho de sobra en las últimas semanas en casi toda la prensa nacional, y en esta misma revista.

Es posible todavía que la pare la Corte Constitucional. No porque se sienta escandalizada por su desfachatez perversa, pues ella es cómplice, sino como respuesta oportunista a la indignación pública. Es posible, pues, que la Corte declare inexequible la reforma por vicios de forma e irregularidades de procedimiento. Todo aquí tiene siempre vicios de forma o irregularidades de procedimiento, o prescribe por vencimiento de términos. Es posible también que el presidente, como tardíamente anunció que haría, le ponga objeciones y la devuelva al Congreso. De manera, desde luego, inconstitucional: como todo aquí. Pero no debe caer por esos vicios e irregularidades, ni por los fingidos tiquismiquis del ministro y de su patrón, que son todos ellos inseparables de los modales de nuestra clase política. Debe caer por sus vicios de fondo, inseparables de la esencia de nuestra clase política. Y no por argucias y esguinces jurídicos, sino por la protesta de la gente. Por la resistencia civil.

Esto de la resistencia civil es algo que muy poco se ha practicado aquí, en este país de borregos obedientes que para defenderse de los abusos son capaces de convertirse en tigres carniceros, pero no saben erguirse en solo dos de sus cuatro patas, como hombres. Por eso aquí hay guerrillas, pero no hay oposición. En ese sentido, es importante que el Polo Democrático, cuyos parlamentarios en las dos Cámaras votaron unánimemente en contra de la llamada reforma (en compañía de apenas media docena de representantes de otros partidos), haya tomado la iniciativa de recoger firmas (unas 170.000) para reclamar un referendo popular que la revoque. La misma propuesta ha hecho el exmagistrado conservador Hernando Yepes, como señalé atrás. Es importante, pero no es suficiente. No basta con rechazar esta reforma, sino que hay que rechazar también a esa clase política que la propone, que la aprueba, que la aprovecha. Y que se hace reelegir.

Porque con eso pasa como con todo aquí. Pasadas dos o tres semanas de indignación, esta se olvida y sale de nuevo respaldada en las elecciones la misma clase política de siempre, con sus formas y su fondo.

Sería necesario cambiarlo todo aquí.

Lo que hizo la conciliación, que tanto le molestó a Santos, fue darle un ropaje de legalidad a la ventana de impunidad que ya se había abierto desde el inicio de la reforma. No es cierto que la reforma se haya transformado en un monstruo en la conciliación porque nació como un adefesio.

Hace 22 años, una gran cantidad de jóvenes hastiados por la violencia del narcotráfico, del asesinato de tres candidatos presidenciales y de la masacre de la UP iniciamos una cruzada para cambiar las costumbres políticas. Sin que nos lo hubiéramos propuesto, todos sabíamos que nuestros problemas no se solucionaban acabando con Pablo Escobar ni con los carteles. En medio de la desesperanza, de bombas que explotaban, de ciudades militarizadas, de medios convertidos en bunkers, de ejércitos ilegales que se creaban en la profundidad del Magdalena Medio, esta propuesta se fue abriendo paso y en las elecciones de mayo de 1990, más de 2 millones de colombianos votamos por una Asamblea Constituyente que debía encargarse de redactar una nueva Constitución. De ese momento de la historia colombiana surgió la Carta del 91 y hoy la clase política, a la que nunca le gustó esa reforma, la quiere tumbar por la vía de esta reforma a la Justicia.

La peor equivocación de Santos y de su Unidad Nacional es que menospreciaron a la sociedad colombiana. Creyeron que podían acabar la Constitución sin que nos diéramos cuenta. Nos creyeron pendejos. Y por no haber atendido las voces de alarma, que ellos desoyeron, han creado un movimiento ciudadano que busca, a través de un referendo, revocar este esperpento. Ya tienen mi firma. Y desde ya propongo que ese referendo pida la revocatoria de los congresistas que fueron autores de semejante criatura.

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