Hugo en una esquina
by Carola Chávez
Íbamos de regreso a Caracas de ya no recuerdo de dónde, en
esos días de campaña cuando los lugares se empataban unos con otros, días de
intensos que vivía yo cinematográficamente, tratando de grabar para siempre
cada imagen, cada cara, cada palabra, cada silencio.
Íbamos en la caravana presidencial hermanados en el
acostumbrado atapuzamiento de la camionetica que nos llevaba. Cámaras,
trípodes, mochilas, reposaban sobre nuestros cuerpos que en algún momento
pedirían reposo, después de la victoria, porque reposar entonces era rendirse.
Era de noche y habíamos trabajado duro, habíamos vivido intensamente otro día
de campaña junto a un hombre infatigable, invencible. Pensábamos que la noche
nos daría una pequeña tregua, un rato de sueño para poder seguir soñando.
Estábamos ya a pocos metros de Miraflores cuando cambió la
seña: “Al museo. Vamos al museo”. Se preguntaban mis compañeros qué íbamos a
hacer a esta hora en el Museo Militar. Yo les dije que creía que no se trataba
de ese museo, les confesé mi sospecha asombrada: “Creo que vamos a la Plaza de
los Museo, a la ruta nocturna, a la fiesta donde está esa muchachera esperando
el lanzamiento del satélite Miranda”.
Nuestras pilas a punto de caducar por el día nuevamente
recargadas, alertas, esperando lo imposible, como es costumbre cuando uno anda
por ahí con mi Presi, el Comandante de los sueños.
Se detuvo la caravana, saltamos fuera de la camionetica que
nos llevaba, todos a la vez por una sola puerta. Corrimos. Yo ya había
aprendido a correr como una campeona siguiendo los pasos de mi Presi.
Llegué casi sin aire a la esquina de UNEARTE, llegué casi de
primera, medalla de plata, creo. Lo vi ahí parado, sonriendo, junto a uno de
sus escoltas. Chávez en una esquina, tranquilo, como alguna vez leí que añoraba
hacer Fidel. Como alguna dijo añorar mi Presi.
La gente que pasaba no creía lo que estaba viendo, y por no
creerlo, lo dejaron tranquilo por unos breves segundos, no más. Una muchacha me
tocó el hombro y vi sus ojos que pedían que la pellizcara, que eso no podía ser
un sueño. ¿Ese es el Presidente? -Me preguntó. ¡Umjú! -Respondí en voz bajita
tratando de no responderle, tratando de preservar ese momento para mi Presi.
No valió de nada. La duda se hizo certeza y luego avalancha.
Como yo estaba cerquita quedé atrapada, felizmente, en medio de ella. Quedé en
en círculo inmediato que rodeaba a mi Presi, quedé con los que seríamos
aplastados intentando que no lo aplastaran, quedé en un sitio con vista a su
cogote, lugar privilegiado para quien quería vivir esta historia de cerquita
para luego contarla.
Empezó la empujadera. Sentí lo que es no poder caminar con
mis pasos. Aprendí a no luchar y dejarme llevar por los pasos de la multitud
que nos llevaban. Subimos y bajamos escalones a ciegas. Por momentos, muchos
momentos, mis pies no tocaban el suelo. La alegría y la sorpresa de los
muchachos me hizo levitar a empujones que querían ser abrazos.
Era una locura, nos estaban aplastando, iban a aplastar a mi
Presi de tanto amor. Todos quería tocarlo, miles de manos querían sentir el
contacto de un solo hombre. Una muchacha gritaba detrás de mi mientras me
tironeaba de la camisa: ¡Quítate que quiero tocarlo! y yo que no podía
quitarme: Estaba cuidando a mi Presi de la euforia desatada, estaba cuidando a
la muchacha de quedarse sin aire como yo me estaba quedando. Usé mi mejor arma
y le di uno, dos, tres piadosos culazos.
Descubrí que a culazos podíamos hacer camino hasta el aire
que necesitábamos y al son de la música, a culazos fuimos avanzando. Entonces
me venció la multitud y quedé fuera recuperando el aliento con mi mirada fija
en el cogote de mi Presi mientras se alejaba.
Me quedé junto a los muchachos que aplaudían emocionados
creyendo por fin ese episodio increíble que estábamos viviendo. Vi a mi Presi
perderse en entre la muchachada. Cuando no lo vi más quise descansar un poco.
Pensé que ya iba rumbo a Miraflores.
Pensé mal. Desde la tarima anunció Alejandra Benitez que el
Presidente estaba tomando un poquito de aire y que en breve estaría allí con
nosotros. ¡Dios mío!, ¡yo tengo que estar allá con mi Presi y estoy aquí!.
Empecé a abrirme paso como pude, y pude. Llegué hasta la puertas cerradas el
museo. Pedí que me dejaran pasar pero no me dejaban. Pedí, pedí, grité, grité,
grité...entré.
Como en una película, se abrió la puerta y me vi en el museo
de noche, casi, vacío. Ahí, sudada, desgreñada, llena de barro de pies a
cabeza, con los lentes choretos, jadeante, ahí parada en medio me encontró mi
Presi: Mi Carola ¿Qué te pasó? -Me dijo aguantando la risa. Te estaba cuidando.
-Le contesté. Te cuidé a culazos, mi Presi. ¡Pum, pum! Culazo por aquí, culazo
por allá…
Me miró con los ojos chiquitos y brillantes de gozadera y
soltó una carcajada- Bueno, la verdad es que tienes con qué. -Me abrazó -Tú
esta loca, chica, tú estás loca. ¡Loco eres tú, mi Presi lindo! -Le dije loca
de amor y él rió más todavía y me estrujó con un abrazó.
¡Vamos, pues! -Nos dijo y salimos. Salí del abrazo dulce. Lo
vi subir a la tarima, vi a los muchachos celebrando. Lo vi regresar a casa
mientras yo me quedaba ahí turuleta, con una inevitable sonrisa acalambrándome
los cachetes.
Ahí va mi loco lindo. El loco que se atrevió a soñar, que se
atrevió a hacer posibles los grandes sueños de todos y que, aquella noche
improbable, se atrevió a hacer posible su sueño de normalidad cotidiana de
volver a ser un ratico, aunque fuera un breve ratico, Hugo parado en una
esquina.
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